Primer capítulo de Nadie contará tu historia

 

¿Lobo, estás?

 

¿Intento de suicidio o agresión? Cuando los sanitarios llegaron a la vivienda, Laura García Marín, de dieciséis años, estaba inconsciente en el suelo de la cocina con el abdomen y las manos ensangrentadas. Frente a ella estaba Mónica, su hermana dos años mayor, que permanecía de pie y con los ojos fijos en el fregadero donde el grifo eliminaba la sangre del cuchillo de cocina. Ni en sus manos ni en su ropa se percibía el menor rastro rojo. La policía intentó tomarle declaración, pero fue incapaz de pronunciar una sola palabra.

La empleada más veterana de la mansión, Eloísa Torres, fue quien llamó a emergencias y quien evitó que la menor se desangrara. Testificó que había vuelto de hacer la compra y encontró a las dos chicas en la cocina, tal y como estaban cuando llegó la ambulancia.

Pasado el shock inicial, Mónica aseguró que Laura se había clavado el cuchillo a sí misma porque estaba embarazada.

Cuando Laura volvió en sí, tras ser intervenida, aseguró que Mónica la había apuñalado porque la odiaba.

Por los informes médicos, ambas hermanas habían sufrido lesiones anteriores de las que se culpaban entre ellas. Desde que cumplieron los cuatro y los seis años, los padres y Eloísa ponían especial atención en mantenerlas separadas. La mayor era quien más tiempo permanecía en la mansión. La pequeña se veía envuelta en largas jornadas escolares, actividades y campamentos. Con diez años, Laura se trasladó a la mansión de su abuela paterna, tras una aparatosa caída de Mónica por las escaleras. A los trece, cuando la mujer falleció en extrañas circunstancias, regresó. Desde entonces la relación entre ellas se había estancado; no se hablaban, se ignoraban, y por eso los padres y Eloísa se atrevían a dejarlas solas.

En uno de los despachos de Oasis, el centro de salud mental de Vigo, el doctor Crespo revisaba los informes. Apenas había cumplido los veinticinco años y aquel era su primer trabajo. Llevaba seis meses en el puesto y el caso que le habían asignado resultaba todo un reto. Las hermanas pertenecían a una familia acaudalada que intentaba evitar escándalos a cualquier precio. La duda era cuál de las dos mentía. La cita con la mayor le había dejado un regusto amargo, parecía sincera. Ahora le tocaba valorar a la de dieciséis años. Una chica muy bonita, de larga melena rubia y ojos claros, velados por la conmoción. Había recibido el alta, la herida del abdomen curaba bien, pero ella permanecía con los brazos cruzados a la altura de la barriga, como si intentase protegerse.

Tal y como había hecho con Mónica, el médico valoraría a Laura en una de las coloridas salas de juegos. Cuando la adolescente entró, Crespo fingió no darse cuenta. La chica cerró la puerta con suavidad, devolvió los dos brazos a la barriga y avanzó un par de pasos mirando al suelo. No fue capaz de acercarse a la mesa que él ocupaba. Saludó con un hilo de voz, sin dejar de memorizar el parqué.

Crespo le devolvió el saludo y se presentó. A su vez, conectó el cedé de música infantil en el reproductor. Lo habían encontrado en el equipo de sonido del cuarto de Laura. A uno de los inspectores de policía le había llamado la atención dada la edad de la chica. La voz de Rosa León alcanzó a la menor.

Jugando al escondite en el bosque anocheció…

La adolescente se quedó paralizada. En pie, en mitad de la sala, palideció y sus grandes ojos azules empezaron a brillar de puro terror.

…El cuco cantando el miedo nos quitó…

El cuerpo de la adolescente empezó a temblar. Sus piernas se movieron haciéndola retroceder. Su espalda encontró la estantería con los cuentos.

…Cucú, cucú, cucú…

Las rodillas le cedieron y terminó sentada en el suelo. Abrazó sus piernas con la mirada desenfocada y una expresión crispada de puro terror.

…¿Lobo, estás?…

La adolescente rompió a llorar. Sus labios se movían, apenas alzaba la voz, mientras suplicaba que no la encontrase.

…¿Lobo, estás?…

Crespo se acercó muy despacio, pero Laura parecía no verlo. Seguía temblando, con la mirada perdida y el pánico cincelado en sus suaves rasgos.

…¿Lobo, estás?…

El médico intentó llamar su atención.

—Laura, no pasa nada. Mírame.

…¿Lobo, estás?…

La adolescente empezó a sacudir la cabeza y los temblores se duplicaron. Crespo se detuvo ante ella con las manos en alto y actitud serena.

—Laura…

…¡Sí, ya estoy y ahora os comeré a todos!

Laura se cubrió la cabeza con los brazos y empezó a gritar.

 

 

Doce años después

Aitor vivía uno de los momentos más surrealista de toda su vida. Cuatro horas antes salía de la cárcel A Lama con expresión sombría y un objetivo muy claro: recuperar a su hijo, Toni. Estaba a un paso de cumplir treinta años y nada iba a impedir que lo celebrase con él.

Parte del plan estaba hecho: el autobús que había tomado desde Pontevedra hasta Vigo lo dejó en el polígono donde había quedado con Roberto, su amigo; localizó la fábrica de automoción y se coló en el inmenso recinto vallado para hacer tiempo entre las naves hasta la hora del descanso. La siguiente etapa era reunirse con Roberto, pero en lugar de eso, estaba encerrado en uno de los compartimentos del baño. Tras la puerta, en la zona del lavamanos, un hombre que acababa de llegar soltó un quejido antes de decir:

—Laura, cielo. Estás horrible, tienes que tranquilizarte.

La mujer emitió un ruidito muy similar al del hombre.

—Eso intento, maldita sea, pero estoy muerta de miedo. No quiero verla, ¡no quiero ni verla!

La única referencia que Aitor tenía del hombre era su voz aflautada, pero a la mujer sí la había visto al entrar en el baño, entre otras cosas porque el traje le sentaba de maravilla. El pantalón era oscuro, a conjunto con la chaqueta, y unos tacones que asomaban por los bajos. Era la primera vez que encontraba una prenda tan sosa de lo más sexy. Ella, sin embargo, ni se había enterado de su presencia pese a tenerlo bien cerca. Estaba demasiado ocupada sosteniéndose a la barra de mármol donde se encajaban los lavamanos, con la cabeza baja, suponía que haciendo un esfuerzo por no ponerse a llorar como una cría.

Aitor se frotó la nariz para aliviar el picor que le provocaban los desinfectantes. El espacio era amplio, casi confortable, lo que no dejaba de resultarle chocante. O mucho habían cambiado las cosas durante su estancia en el centro penitenciario, o aquel lugar era raro de narices. En el exterior, continuaba la conversación:

—¿Has vomitado? —preguntó el hombre con un deje similar a espanto.

Ella gruñó antes de darle la respuesta:

—Llevo dos días vomitando.

Aitor escuchó abrirse el grifo. La mujer trataría de refrescarse, o adecentarse. Él no había llegado a verle la cara. El pelo ondulado, rubio, la tapaba en el momento del cruce, pero seguro que no tenía buen aspecto.

—¡Ay, estás verde, Laura! —le aseguró—. No da buena imagen que la jefa de recursos humanos esté verde.

El quejido de la mujer amortiguó la risita que Aitor no pudo evitar que se le escapara y que por suerte no se dieron cuenta porque estaban demasiado centrados en ellos.

—¡Maldita sea! No puedo aparecer así. Déjame tu maquillaje.

Aitor abrió mucho los ojos porque era ella quien lo pedía, el hombre soltó un extraño ruido de asfixia antes de contestar:

—¿Qué? Yo no tengo…

—Déjate de estupideces, Javier, toda la plantilla sabe que sí tienes. —Su voz sugería muy poca paciencia.

—¡Oh, no!

—¡Oh, por favor! —replicó Laura que parecía ganar fuerza y carácter por momentos—. Da lo mismo, terminemos con esto. Que alguien me mate antes de que yo mate a alguien.

Fue toda una declaración que precedió al sonido de sus tacones alejándose. Aitor se pasó las manos por la cabeza, llevaba el pelo tan corto que rascaba las palmas y el tacto duro lo reconfortaba. Esperó un momento antes de dejar su escondite. Sintió una punzada de curiosidad, ahora estaba intrigado por ponerles cara a aquellos dos. En menudo sitio se había metido a trabajar su colega.

Debería haberse imaginado algo así al encontrarse con esos extraños baños mixtos y con el aspecto de algunos empleados. La chica del traje era toda una excepción porque el resto del personal estaba compuesto por macarras y pintas. Pondría la mano en el fuego de que era justamente esa la razón por la que su amigo Roberto lo citara allí, en lugar de hacerlo en una cervecería.

«Una forma muy poco sutil de buscarle trabajo», pensó Aitor.

Una vez dejó el edificio en el que estaban los baños, localizó a su amigo junto a un enorme portón metálico abierto de par en par que daba acceso a una nave inmensa en la que las máquinas que montaban los coches zumbaban y emitían chasquidos. Roberto nunca había sido ni muy alto, ni especialmente guapo, pero sí mejor persona que el resto de la pandilla. El mono azul no le favorecía nada. El moreno de pelo corto y ojos castaños repletos de alegría contaba con unas manos grandes que se lanzaron a recibirlo.

—¡Ey, capullo! —saludó Roberto con una enorme sonrisa antes de darle un fuerte abrazo—. ¡Por fin!

Aitor sintió una inquietante presión en el pecho. Era gratitud, cariño, o cualquier emoción de esas, imposible de definir. Ahí estaba la única persona que no lo había mandado a paseo en ese tiempo.

—Tío, te estás quedando calvo —dijo Aitor con tono malicioso porque, si bien Roberto conservaba el pelo, esas entradas no estaban allí cuatro años antes.

El empujón de su amigo le arrancó una carcajada y una punzada de angustia. Ese era el primer reencuentro, pero no el que más le preocupaba. Quizá no fuese mala idea buscar trabajo allí, iba a necesitar apoyo las veinticuatro horas del día como el segundo asalto se torciera. Contempló las distintas naves y a los trabajadores que iban de un lado a otro. En mitad del anodino gris vio un pequeño edificio acristalado de tres plantas, lugar indiscutible de los despachos.

—Me has traído aquí para que me apunte a esto, ¿no?

Roberto alzó las manos con aire culpable. En sus dedos permanecían sombras oscuras, signos delatores de pelear con los engranajes.

—Va a ser que sí. ¿Qué te parece? Te sacaste una ingeniería, tío.

Aitor asintió sin reflejar el menor orgullo.

—En la cárcel, eso desluce que no veas.

Con un gesto de descarte, Roberto echó a andar hacia la cafetería que había dentro del terreno de la fábrica. Una gran cúpula en mitad del lugar que parecía marcar el kilómetro cero. Como en la torre de los despachos, el cristal predominaba. A Aitor le recordó a una colmena, y las abejas zumbaban hacía ella, obedientes; la mayoría con monos azules, algunas con ropa de calle y un par con batas blancas.

—Mira a tu alrededor, Atos —dijo Roberto—. ¿Te parece que vaya a importarles? Seguro que en casos como el tuyo chupan alguna subvención por reinserción y toda la pesca. Te contratan fijo.

Aitor había dejado de respirar al escuchar aquel apelativo, le había provocado una sensación de lo más extraña. Se sintió vulnerable, y un poco dolido ante la sombra de los mosqueteros que faltaban.

—Vamos, Portos, no me vendas la moto —dijo siguiéndole el juego, como si nada—. Acabo de conocer al que se maquilla y a la histérica de recursos humanos. Estáis todos pirados.

La expresión de Roberto fue puro asombro. Su amigo estuvo cerca de quedarse rezagado, pero pronto le dio alcance.

—Entraste por la puerta grande. La histérica de recursos humanos… eh… igual la buenorra está de vacaciones. El que se maquilla es el director, tío.

La carcajada de Aitor los acompañó hasta la entrada de la cafetería y con su amigo suplicando una explicación de cómo los había conocido. Lo hizo, de forma resumida, mientras se sumaban a la fila del autoservicio. El lugar era funcional y enorme, aunque no esperaba otra cosa del único sitio que abastecía a los trabajadores. Dos figuras llamaron su atención en particular: una mujer con una melena rubia y un hombre joven de pelo negro enfundado en una bata blanca. Señaló con la cabeza la mesa que ocupaban para que Roberto echase un vistazo. La mujer estaba sentada de espaldas a ellos, por lo que Aitor seguía sin poder ponerle cara.

—Ahí están. —Roberto rio por lo bajo antes de emitir un ronroneo—. ¡Oh!, solo porque sea ella quien te haga la entrevista merece la pena trabajar en este sitio —aseguró mientras avanzaban en la cola—. De cerca está aún más buena y es bastante maja. Andarán con auditorías internas o movidas de esas que los ponen de los nervios. No suelen pasearse mucho, siempre están en su torre de cristal.

—Pues necesitaba aire y maquillaje.

Roberto soltó una risotada que alertó a media cafetería. Por suerte, los otros dos seguían en su mundo. Aitor estaba tentado a ir hasta ellos para ver bien a la mujer. Por cómo se la comían con los ojos los de las mesas próximas, ya no estaba verde. La observación de la de recursos humanos dejó de ser de interés al escuchar la pregunta de su amigo:

—¿Has hablado con ellos? —se interesó Roberto, con falso aire casual.

Aitor no dejó que la sensación de vértigo lo dominase. Su hijo apareció en su mente con el aire rollizo del bebé que había sido. Intentó imaginarse cómo estaría ahora, tres años después, pero le resultó imposible. La última imagen que tenía de él era de cuando tenía dos años. La fotografía se la había dado Mónica, y que en ese momento ocupaba un lugar de honor en su cartera. Desde entonces sólo había recibido información básica: el niño estaba bien; punto. Aitor negó con la cabeza y se obligó a relajar la mandíbula para poder expresarse. Su mano acarició su barbilla rugosa por culpa de la barba de varios días que la cubría.

—He llamado un millón de veces a la mansión y nada. O han cambiado de teléfono o pasan de cogerlo.

Roberto se revolvió incómodo. Pidieron un par de cafés y ocuparon la primera mesa libre que encontraron. Su amigo sabía que el tema era lo bastante delicado como para que Aitor cometiese una estupidez. Él intentaba mantener la calma. Su educadora, la trabajadora social, el abogado de oficio, todo el personal del centro penitenciario le habían aconsejado paciencia. Necesitaba estabilidad, un trabajo, asegurar su capacidad y su reinserción en la sociedad. Debía esperar antes de solicitar nada a pesar de verse libre, de la revisión de la condena y de los nuevos testimonios. La protección del menor era un tema espinoso y nadie iba a mojarse dándole un voto de confianza.

—Cabeza fría, ¿de acuerdo? —Aitor asintió en conformidad ante el consejo de su amigo, pero la tensión corporal revelaba su impaciencia—. Tres años sin noticias son un huevo de tiempo, como padre lo entiendo, pero no puedes cagarla. Si quieres recuperar a tu hijo vas a tener que tragar con todo lo que te pongan delante.

—Lo sé —masculló, con los puños apretados—. Lo haré, te juro que haría cualquier cosa, pero no saber nada…

Se instaló un pesado silencio entre los dos porque no había mucho más que decir al respecto. Por muchos ánimos que le brindase Roberto, la angustia no iba a irse a la ligera. Llevaba tres años sin saber nada de su hijo, ni de su mujer Mónica, o más bien exmujer.

Sin previo aviso ni opción a réplica, un juez lo destituyó como padre. Aitor no terminaba de entender por qué, ni Mónica supo explicárselo. El resultado era que no recuperaría a su hijo a menos que se convirtiera en el ciudadano ejemplar. El primer año en la cárcel pudo ver a Mónica, pero no al niño. Ella parecía haberse alejado de los coqueteos que ambos mantuvieron con las drogas, se la veía mucho mejor y responsable, hecho que lo hacía sentir más miserable. A pesar de alegrarse por su hijo.

Entonces llegaron los papeles del divorcio. Sus suegros, el matrimonio García Marín, jamás lo habían tolerado y aprovecharon la situación para chantajearla: o se divorciaba o se desentendían de ella y del niño. Sin muchas opciones, Aitor firmó, pensando que hacía lo mejor para su hijo y Mónica desapareció para siempre.

Sin poder legal, era casi misión imposible recabar información del crio. Nadie le diría palabra hasta que no se presentase en el juzgado para recuperar a Toni de forma legal. Pero para ello aún faltaba porque necesitaba demostrar que tenía trabajo, vivienda apta para un niño y estaba el que lo considerasen apto para cuidarlo… Pero necesitaba verlo, necesitaba un aliciente para no desmoronarse.  

—Voy a ir a la mansión —dijo Aitor casi en un murmullo, con los ojos puestos en la taza de café.

—Tío… —empezó a protestar Roberto—. No sé si es buena idea. Deberías centrarte en lo del curro y eso, y después ir a por todas.

—Lo sé —reconoció Aitor incapaz de poner en palabras lo que sentía—. Con un poco de suerte me abre Eloísa y… yo que sé.

Volvió a pasarse las manos por la cabeza y evocó a la mujer madura que conoció. En su momento, Eloísa también lo había mirado con recelo, pero con el tiempo las arrugas de desagrado se fueron difuminando. Si alguien podía echarle un cable era el ama de llaves.

—Mira —continuó Roberto—. He intentado husmear. Sus padres ya no viven en O Castro, creo que vendieron la mansión. A Mónica… supongo que le irá bien porque por el barrio no ha vuelto, ni me la he cruzado en todo este tiempo.

Aitor soltó la taza para no partirla entre las manos. Se frotó los ojos como si con eso fuese a desterrar la angustia. La única dirección que tenía era la mansión. La idea de que Mónica se hubiese ido de la ciudad con Toni parecía asfixiarlo, por lo que la desterró con fuerza de su cabeza.

—Eh —lo llamó Roberto con su enorme sonrisa—. Calma, tío. Lo encontrarás.

Aitor sonrió agradecido. Para no ceder al pánico trató de concentrarse en otra cosa y buscó a la chica de recursos humanos. Ya no estaba en la mesa. Se sintió decepcionado porque no le parecía una buena señal. Su suerte se había torcido cuatro años antes (cuando lo detuvieron e ingresó en prisión) y creyó que remontaba cuando tres años más tarde detuvieron a otro de los implicados en el atraco y testificó a su favor. Gracias al bocazas, él salió por la puerta grande y ahora era el Estado quien le debía tiempo, pero ahí terminaba su golpe de suerte. Quizá no fue más que un último coletazo y ahora, al fin, la había agotado.

 

 

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¡Muchas gracias!

 

 

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2 Responses to Primer capítulo de Nadie contará tu historia

  1. Libros mágicos 17 noviembre, 2020 at 17:48 #

    Me ha encantado, te felicito por este trabajo! Tienes talento!

    • nesa 10 abril, 2021 at 19:00 #

      ¡Muchísimas gracias! 🙂

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